El secreto

Auguste Villiers de l'Isle-Adam



Fragmento de La Eva Futura. Obra de Auguste Villiers de l'Isle-Adam.

MISS EVELYN HABAL

Si el Diablo te coge por un pelo, reza, pues si no se llevará la cabeza.

PROVERBIO

Después de una pausa, el inventor dijo:

Yo tenía en Luisiana un amigo, compañero de infancia, llamado Eduardo Anderson. Le adornaban un buen sentido acabado, una simpática fisonomía y un corazón a prueba. En seis años había podido  con dignidad, libertarse de la pobreza. Fui testigo de su boda, al casarse con una mujer a quien adoraba hacía tiempo.

Transcurrieron dos años. Sus negocios mejoraban. En el mundo comercial se le tenía por un cerebro equilibrado y un hombre activo. Era también un inventor; su industria era la de los algodones y había hallado el medio de engomar y dar calandria a las telas por un procedimiento que ofrecía el dieciséis por ciento de economía sobre todos los hasta entonces conocidos. Hizo fortuna.

Con una situación consolidada, dos hijos y una compañera valerosa y feliz, parecía haber conquistado la dicha. Una noche, en Nueva York, después de una manifestación,con la que se había celebrado el final de la guerra de Secesión, dos de los comensales propusieron prolongar la fiesta en el teatro.

Anderson, esposo ejemplar y trabajador matinal, nunca trasnochaba y le causaba siempre tedio el apartamiento del hogar. Aquella misma mañana, un disgustillo doméstico, una discusión fútil, había tenido lugar entre los esposos Anderson; ella había manifestado deseos de que él no asistiera a la manifestación, sin poder justificar su capricho. Perplejo y empeñado en un punto de entereza, Anderson aceptó acompañar a aquellos señores. Cuando una mujer amante nos ruega, sin motivo justificado, que no realicemos algo, creo que el deber de un hombre íntegro es tomar en consideración su súplica.

Se representaba el Fausto, de Carlos Gounod. En el teatro se dejó dominar por ese bienestar inconsciente que da en semejantes veladas el esplendor de la sala y los halagos de la música.

Una alusión hizo que su mirada vaga y errante cayera en una muchachita pelibermeja como el oro, lindísima, que figuraba en el cuerpo de baile. No la miró más que un momento. Luego puso toda su atención en el espectáculo.

En el entreacto no pudo abandonar a sus amigos. Los vapores del jerez impidieron que se diera cuenta de que estaban entre bastidores.

Como nunca había visto un teatro por dentro, experimento una pueril extrañeza.

Allí abordaron los amigos a miss Evelyn, la bella rubia. Cambiaron con ella algunas frases de circunstancia. Y de indiferente galantería. Anderson prestaba mas miradas al aspecto de las cosas para él ignoradas que a la bailarina.

Sus camaradas, aunque casados, eran hombres que seguían las modas y usanzas y tenían doble hogar. En seguida se hizo mención de ostras y de cierta marca de champagne.

Anderson declinó acompañarles. Iba a despedirse a pesar de las afables insistencias de los camaradas, cuando el absurdo recuerdo de su pique de por la mañana le volvió a la memoria, exagerado por la excitación.

"Después de todo, la señora Anderson debe estar durmiendo".

"¿No sería preferible volver un poco más tarde? Era cuestión de matar una hora o dos. En cuanto a la compañía galante de miss Evelyn no le correspondería a él, sino a los otros amigos. Además, sin saber por qué, aquella muchacha, a pesar de ser bonita, le disgustabafísicamente. La solemnidad de la fiesta patriótica excusaba también el retraso... ".

Vaciló unos segundos. El aspecto reservado de miss Evelyn le hizo decidirse. Fueron a cenar los cuatro.

En la mesa, la bailarina puso en juego, cerca de Anderson, la más velada cautela en las seducciones más hábiles, pues le chocaba su actitud poco comunicativa. El espíritu de mi amigo Eduardo fue fascinado por una ficción de modestia que creaba un encanto destructor de la aversión natural. La sexta copa del espumoso vino le hizo pensar en una aventura.

El esfuerzopara hallar un deleite en sus rasgos y líneas era el incentivo que, a pesar de la aversión de su gusto, le hacía acariciar la idea de poseerla.

Pero, como era un hombre honrado y adoraba a su encantadora mujer, rechazó aquella idea emanada de las burbujas de ácido carbónico.

La idea volvió. La tentación, reforzada por la complicidad del medio y del momento, le acechaba.

Quiso retirarse, pero el deseo se había avivado en aquella lucha fútil y le producía algo así como una quemadura. Una simple broma acerca de la austeridad de sus costumbres hizo que se quedara.

Poco familiarizado con las contingencias nocturnas, se dio cuenta de que uno de los dos acompañantes había caído debajo de la mesa (encontrando preferible la alfombra a la cama) y que el otro, habiéndose sentido indispuesto (según le dijo miss Evelyn), había abandonado el concurso sin ninguna explicación.

Cuando vino el negro a anunciar el cab de Anderson, miss Evelyn se invitó a sí misma, ya que era muy legítimo que se la acompañara hasta su domicilio.

Siempre es violento, para un hombre que no es un perfecto títere, cometer una brutalidad con una linda mujer, sobre todo cuando se ha discreteado con ella durante dos horas, sin que por su parte haya habido menoscabo de la decencia y el decoro.

"Aquello no revestía importancia: la dejaría en el portal y nada más."

Se fueron juntos.

El aire fresco, la sombra y el silencio de las calles aumentaron el atolondramiento y el malestar de Anderson. Como si despertara de un sueño se encontró en casa de miss Evelyn Habal, que le ofrecía entre sus blancas manos una taza de té. Estaba vestida con un matiné de seda rosa. Un fuego reconfortante ardía en la alcoba tibia, perfumada y embriagadora.

No se explicaba el hecho. Sin esperar aclaraciones fue a tomar su sombrero. Miss Evelyn le advirtió que había despedido el coche, creyéndole más indispuesto.

El arguyó que encontraría otro.

Entonces, miss Evelyn, al oírle, bajó la cabeza. Dos lágrimas discretas brillaron entre sus pestañas. Halagado, Anderson quiso dulcificar la necesaria brusquedad con "algunas palabras razonables".

El medio era suficientemente delicado, pues en suma, miss Evelyn no había hecho más que atenderle en su mareo.

La hora era muy avanzada. Sacó un billete y lo dejó sobre la mesita del té. La bailarina lo tomó y sin ostentación, como si lo hiciera distraídamente, fue a arrojarlo a la chimenea, con un movimiento de hombros y una sonrisa.

Aquel rasgo desconcertó al buen fabricante. Se había equivocado. Pensar que no se había portado como un caballero le hizo ruborizarse. Se turbó creyendo haber ofendido a su amable y cuidadosa amiga. Había perdido toda noción de la realidad y vacilaba, en pie, indeciso y mareado.

Entonces, miss Evelyn, todavía algo enfurruñada, después de cerrar la puerta con llave, arrojó ésta por la ventana.

El hombre puritano que Anderson llevaba dentro reaccionó. No pudo disimular su enfado.

Un sollozo ahogado en una almohada de encajes amenguó su justa 'indignación:

‘‘¿Qué hacer? ¿Derribar la puerta a puntapiés? No; era ridículo. Todo estruendo a tales horas no podía más que perjudicarle. ¿No valía más aceptar la conquista y poner al buen tiempo mejor cara?"

Sus ideas tomaban un cariz anormal y extraordinario.

"Pensándolo bien, la aventura constituía una infidelidad muy remota. "

"Además, le habían cortado la retirada."

"¿Quién lo iba a saber? Las consecuencias, por otra parte, no eran temibles; con un diamante no quedaría rastro de aquella futesa."

"La solemnidad de la manifestación lo explicaría todo cuando regresara, suponiendo que ... ¡No habría más remedio que urdir una mentira venial e insignificante cerca de la señora Anderson! (Eso le molestaba, pero al día siguiente vería ... ) ¡Se había hecho tan tarde! Prometió por su honor, sin embargo, que nunca más le sorprendería el alba en aquella alcoba, etc., etc." Estaba en este punto de su divagación cuando miss Evelyn se llegó a él, sigilosamente, sobre las puntas de los pies y le echó los brazos al cuello. Colgada de él, entornados los párpados, acercó los labios a los suyos... ¡Estaba escrito fatalmente!

No dudemos que Anderson supo aprovechar, como ardoroso y galante caballero, las horas de delicias que el destino le había deparado con tan sabrosa violencia.

Moraleja: Un hombre bueno y honrado sin sagacidad puede ser un deplorable marido.

-Miss Hadaly: haced el favor de servirnos otra copa de jerez.

ASPECTOS ALARMANTES DE LOS CAPRICHOS

Al oír la palabra "dinero" lanzó una mirada como el fogonazo de un cañón a través de su propio humo.

HONORE DE BALZAC. LA PRIMA BETTE

Lord Ewald, muy atento a cuanto relataba su interlocutor, le dijo:

-Proseguid.

-He aquí mi opinión acerca de esta clase de caprichos o de debilidades -contestó Edison, mientras Hadaly, obediente al requerimiento, escanciaba el vino de España y volvía a retirarse-. Opino y sostengo que es raro que una de estas ligeras aventuras, a las cuales no se cree conceder más que un giro de agujas de reloj, un remordimiento y un centenar de dólares, no influya de una manera funesta en el conjunto de nuestros días. Anderson cayó en el primer desliz en aquella que es irremediablemente fatal, aunque parezca la más insignificante de todas.

Anderson no sabía disimular. Todo se leía en su mirada, en su frente y en su actitud.

La señora Anderson, criatura abnegada, veló toda la noche. Cuando él entró al día siguiente en el comedor, su mirada le saludó al entrar. El instinto de la esposa tuvo suficiente testimonio con aquella ojeada que le desgarró el corazón. Fue un momento triste y frío.

Hizo señal a los criados para que se retiraran. Cuando estuvieron solos, le preguntó cómo se encontraba. Anderson respondió con sonrisa forzada que habiéndose indispuesto al final del banquete había pasado la noche en casa de uno de sus colegas.

La esposa, más pálida que el mármol, replicó:

"No quiero dar a tu infidelidad más importancia de lo que su objetivo merece; sólo te pido que tu primer embuste sea también el último. Siempre te he estimado por encima de una acción como esta. Tu semblante, ahora mismo, me lo confirma. Tus hijos se encuentran bien. En esa alcoba están durmiendo. Escuchar tus excusas sería faltarte al respeto, y el único ruego que te hago, a cambio de mi perdón, es que no pongas otra vez a prueba mi indulgencia".

Después de decir esto se encerró en su cuarto, sollozando.

La exactitud, la clarividencia, la dignidad del reproche no hicieron más que herir horriblemente el amor propio de mi amigo Eduardo, y aquel aguijonazo fue tan intenso que alcanzó y lesionó los sentimientos de amor que tenía hacia su noble mujer. Desde entonces, el hogar se tornó frío. Al cabo de unos días, después de una reconciliación rígida y glacial, no vio en la señora Anderson "más que a la madre de sus hijos". Careciendo de otro aliciente, volvió a casa de miss Evelyn. Su misma culpabilidad hizo que el techo conyugal empezara siéndole aburrido, después insoportable, después odioso. Es el curso habitual de las cosas. En menos de tres años, Anderson, a consecuencia de su incuria y de considerables déficits, había comprometido no sólo su fortuna y el porvenir de su familia, sino los intereses de sus comanditarios y capitalistas. Se irguió la amenaza de la quiebra fraudulenta.

Entonces, miss Evelyn Habal le abandonó. ¿No es inconcebible? ¿No le había testimoniado hasta entonces tanto amor?

Anderson había cambiado. Ni física ni moralmente era el hombre de antes. Su debilidad inicial había dejado en su espíritu una mancha indeleble. Su denuedo se había desperdiciado como su caudal. Aterrado por aquel abandono, no encontraba justificación para él, sobre todo "teniendo en cuenta la crisis financiera que atravesaba"

Por un pudor fuera de lugar, abandonó nuestra antigua amistad, que hubiera intentado arrancarle de aquel espantoso abismo. Cuando se encontró avejentado, escarnecido, maltrecho y solo, pareció despertar de su marasmo, y su irritabilidad nerviosa, en un acceso de frenética desesperación, le hizo quitarse la vida.

Permitidme que os repita, querido lord, que Anderson, antes de toparse con su disolvente, era un hombre de natural recto y templado como el mejor. Compruebo los hechos y no juzgo. Cuando aún vivía un negociante amigo suyo le censuraba con ironía acerca de su conducta incomprensible, se golpeaba la frente ante su desenfreno y le imitaba secretamente. De todo cuanto nos sucede somos bastante culpables.

De casos idénticos o análogos dan las estadísticas anuales de Europa y América cifras de decenas de millares. En las grandes urbes se amontonan, sea en la clase de los laboriosos jóvenes, sea en la de los desocupados ricos o en la de los excelentes padres de familia, los ejemplos de aquellos que por un hábito contraído en tal ocasión acaban de la misma manera, embrutecidos y esclavizados por el opio de esa costumbre.

Adiós familia, mujer e hijos, dignidad, deber, fortuna, honor, patria y Dios! Para esos galantes desertores todos esos vocablos son letra muerta y la vida se reduce para ellos a un espasmo. Tened en cuenta, además, que semejantes cifras medias no se refieren más que a aquellos a quienes les cuesta la vida: suicidas, asesinados, reos.

El resto hormiguea en los presidios y puebla las cárceles: es la morralla. La cifra, que ha sido de cincuenta y dos a cincuenta y tres mil casos en estos últimos años, progresará hasta ,el doble en los tiempos venideros, a medida que los teatritos aumenten en los vastos villorrios... para alumbrar el nivel artístico de las mayorías.

El desenlace de la inclinación coreográfica de mi amigo Anderson me afectó tan profundamente que sufrí la obsesión de analizar exactamente la naturaleza de las seducciones que podían haber bastardeado su corazón, su conciencia y sus sentidos hasta llevarle al suicidio.

Por entonces no había visto todavía a la danzarina de mi amigo. Intenté adivinar de antemano, según sus efectos por un cálculo de probabilidades o de presentimientos, lo que podía ser físicamente, quizá fuese una aberración, como es frecuente en astronomía. Mas mi curiosidad estribaba en cerciorarme de cómo podría llegar a una anticipación justa, partiendo de una media certidumbre. Quise adivinar así, por la misma razón que Leverrier desdeñó el telescopio y se atuvo sólo al cálculo, al predecir la aparición de Neptuno en un punto del espacio donde el astro era de rigurosa necesidad, sabiendo que había una razón matemática con más poderío y perspicacia que todas las lentes del mundo.

Miss Evelyn era la x de una ecuación elemental de la que conocía dos términos: Anderson y su muerte.

Algunos de sus elegantes amigos me habían afirmado sobre su honor que era la mujer más bonita y más amante que pudiera codiciarse bajo el cielo. Por desgracia, yo no les conocía con suficiencia para adelantar en mi juicio, ni aun en la forma más dubitativa, aquello que juraban tan ciegamente. Como no había olvidado los destrozos que aquella hembra había hecho en Anderson, desconfiaba de la candorosa admiración de aquellos entusiastas. Después de un poco de análisis dialéctico (no perdiendo de vista la diferencia existente entre el Anderson de antes del desastre y el otro, el de las extrañas confidencias), vine a conjeturar que había una muy grande desemejanza entre lo que afirmaban de miss Evelyn y lo que ella era en realidad. He aquí por qué.

No olvidaba que Anderson principió por encontrar insignificante a esa mujer. Sólo los vapores y exaltaciones de una fiesta pudieron vencer una instintiva e inicial aversión hacia ella. Los decantados atractivos personales que por unanimidad le atribuían aquellos señores, siendo solamente relativos a la calidad individual de sus gustos, me parecían, por ese sólo hecho, de una realidad muy sospechosa. Si es cierto que no puede haber un criterio absoluto para el gusto ni para sus matices en el campo de la sensualidad, menos podía asegurar la certeza de los encantos que deleitaban inmediatamente a aquellos sentidos viles y leprosos de alegres y fríos vividores; aquella credencial de seducciones que se le otorgaba a pies juntillas y a primera vista no atestiguaba más que una sórdida concomitancia de naturalezas. Deduje que no había en miss Evelyn Habal más que una perversa vacuidad; tanto mental como física. Quise inquirir su edad (pregunta que Anderson esquivaba) y supe que la enamorada niña iba a cumplir treinta y cuatro primaveras.

En cuanto a la belleza de que pudiera hacer gala si es que la estética interviene en amores de este orden- creía que había de ser una hermosura muy menguada aquella que había degradado en su abandono a un hombre como Anderson.

LA SOMBRA DEL MANZANILLO

Los conocerás por sus frutos.

EL EVANGELIO

Alumbremos lo interno de aquella pasión, alzando sobre ella el principio luminoso de la atracción de los contrarios y apostemos la conciencia de un moralista contra un penique que pondremos el dedo en la llaga.

Por el análisis de su fisonomía, por mil convincentes indicios, los gustos y sentidos de mi camarada habían de ser de lo más simple y primitivo, y yo presumía que no fueran esterilizados o corroídos por el hechizo de sus contrarios. Una entidad semejante no puede ser abolida sino por la nada. Sólo el vacío había debido darle algo asícomo un vértigo.

Por poco rigurosa que pudiera parecer mi conclusión se hacía necesarioque, a pesar de todo el incienso quemado en su altar, miss Evelyn Habal fuese una mujercilla espantosamente irrisoria.

Se hacía necesarioque todos fueran víctimas de una misma ilusión, llevada hasta un extremo de apariencia insólita; que el conjunto de los atractivos fuese algo añadidoa la penuria intrínseca de su persona. Aquello que pervertía la primera y superficial mirada de los pazguatos debía ser el producto de un fraude arrebatador detrás del cual se disimulaba una total ausencia de encantos. Respecto a la ilusión de  Anderson, no había de qué extrañarse: era inevitable.

Aquellos seres femeninos que no son degradantes y peligrosos más que para los seres de recta y poco común naturaleza, saben administrar al amante extraordinario toda clase de revelaciones y fomentos de contagio de su propia vacuidad. Así acostumbran su vista al desvanecido de tintas a la dulzona luz que deprava la retina, moral y física. Poseen la secreta facultad de consolidar cada una de sus fealdades con sumo tacto que hace de ellas poderosas ventajas. Así procuran que su realidad (a menudo horrorosa) pase de matute en la visión inicial (casi siempre encantadora) que producen. Llega el hábito, con sus tupidos velos; la niebla lo envuelve todo y el hechizo se hace irremediable.

¿Denuncia esta complicada obra una rara y hábil inteligencia? Afirmarlo sería caer en la misma ilusión. Esa clase de seres no comprenden no pueden no saben hacer más que eso. Permanecemos ajenos a todo lo demás. Son la pura animalidad.

La abeja, el castor, la hormiga, realizan actos maravillosos, pero no saben hacer más que eso y nunca han hecho otra cosa. El animal es exacto; la vida le confiere esa fatalidad desde que nace. No sabe el geómetra poner una celdilla más en, la colmena porque esta, dada su forma, no admite mas alvéolos. El animal no tantea, no se equivoca. El hombre, por el contrario, y ahí está su misteriosa nobleza, su colección divina, está sujeto al desarrollo y al error. Se interesa por todas las cosas y nunca se olvida de ellas. Siempre mira hacia arriba. Sabe que en el Universo, tan sólo él no es finito. Parece un Dios olvidadizo. Por un impulso natural y sublime pregunta dónde está,quiere hacer recordar dondeempieza. Y se devana la inteligencia, con sus dudas, como después de una caída inmemorial. Así es el hombre de veras. Respecto a los seres instintivos de nuestra especie, no alcanzan perfección más que en una facultad, y quedan absolutamente limitados al desarrollo de ésta.

Esas mujeres, esas estinfálidas, que no hacen del amante más que una presa para las más negras servidumbres, obedecen fatalmente al ansia ciega de su maligna esencia.

Seres de recaída, provocadoras de deseos malos, iniciadoras de alegrías prohibidas, pueden deslizarse desapercibidas y aun dejando un amable recuerdo entre los brazos de los frívolos; no son aterradoras más que para aquél que se queda adormecido en el brazo y contrae la costumbre de tan vil necesidad.

¡Desgraciado aquel que halle alivio con esas adormecedoras de remordimientos! Su maldad usa de los más capciosos, desconcertantes y anti-intelectuales medios de seducción para intoxicar, poco a poco, con su aliciente engañador el flaco de un corazón íntegro.

Admitamos que en todo hombre duermen, en estado latente, todos los deseos más infamantes de los sentidos. Puesto que Eduardo Anderson sucumbió, es que el maldito germen existía en su corazón, como en su limbo; así ni le condeno ni le perdono. Pero sí juzgo merecedora de la pena capital a aquella hembra pestilente que no tuvo otra función sino la de hacer que le brotaran mil cabezas a la hidra. N o fue aquella mujer la Eva candorosa que por un fatal amor y pensando conquistar para el compañero el estado divino, se extravió con él en la tentación. Fue tan sólo la intrusa consciente, que anhelando, innata y secretamente, una regresión a las más sórdidas esferas del instinto, persiguió la abolición del alma de aquel hombre, hasta presenciar con enfatuada satisfacción su vencimiento, sus tristezas y su muerte.

Así son esas mujeres: juguetes sin consecuencias para el pasajero; temibles para aquellos hombres que ciegos, mancillados, envueltos en la histeria de las que ejecutan esa función tenebrosa, llegan hasta la la anemia cerebral, la locura, el rebajamiento ruinoso y el estúpido suicidio de Anderson.

Primero, ofrecen una manzana insignificante, una apariencia de placer desconocido, pero ya ignominioso, aceptado por el hombre con una sonrisa débil y forzada con un anticipado remordimiento. Más, ¿cómo desconfiar, por tan poco, de que son aquellas detestables mujeres de las cuales se debe rehuir el encuentro? Sus artificiosas protestas, sus instancias, sutiles hasta el punto que hacen olvidar sean hijas del oficio, obligan al hombre a compartir con ellas un manjar envenenado por el demonio de su mala índole. Entonces comienza la obra infame. La enfermedad sigue su curso y al paciente sólo Dios, por un milagro, puede salvarle.

En consecuencia y como resumen de tales hechos, profundamente analizados, promulguemos el siguiente decreto draconiano:

Aquellas mujeres cuyo pensamiento empieza y termina en la cintura y tienen por peculiar rango traer al broche de su pretinilla todas las ideas del hombre, en realidad  distan menos de las especies animales que de la nuestra. Por el decoro de sus escrúpulos, el hombre digno de llamarse tal tiene derecho de vida o muerte sobre semejantes hembras, por la suprema razón con que se ha arrogado análoga justicia sobre los individuos del reino animal.

Admitido que por la práctica de procedimientos fraudulentos e ilícitos, una de estas mujeres, aprovechando un momento de enfermiza flaqueza, a la cual puede estar propenso el más viril, ha anulado y deshecho a un hombre joven, vigoroso, inteligente y trabajador, me parece equitativo negar a tal pécora el derecho de abusar hasta el último extremo de la debilidad y miseria humanas.

Y siendo fatalmente necesario que esas mujeres tan vacías como letales ejecuten sus abusos, concedo al hombre el derecho libre y natural (si se percata de los manejos) de darles muerte, sumarísimamente, de una manera oculta e infalible, exenta de trámites y de recursos, porque tampoco al vampiro o a la víbora se les da el derecho de apelación.

Es muy importante que ahondemos en el examen de estos hechos. Por una incidencia y una disposición favorable, debida a las libaciones de una cena, esa bailarina avizorante reconoce. una presa posible, adivina en ella una sensualidad virtual y durmiente, urde su tela de previstas casualidades, la asedia, la envuelve y la embriaga. Así corroe en una noche con una gota de su ardiente veneno la salud física y moral de un hombre. y al mismo tiempo condena a la ansiedad y al martirio a la otra, que irreprochable, laboriosa y casta espera con sus hijos al esposo por primera vez infiel

Si algún árbitro interrogara al monstruo obtendrá esta contestación: "Cuando se despierta queda absolutamente libre y desligado de volver a mi casa (·Bien sabe ella en el fondo de su formidable instinto que aquel hombre ha de ser el que nunca reaccione el que ha de ir de recaída en recaída) Y el que no podrá ni argüir ni fallar. La mala hembra acabará su obra odiosa: tendrá derecho a empujarle al precipicio.

¡Cuántas mujeres han cometido atentados semejantes! Por el sólo hecho de ser el hombre solidario del hombre, ya que mi amigo no había sido el justiciero de la "Irresistible" envenenadora, tuve que fijar mi actitud.

Los mal llamados espíritus modernos, saturados del más escéptico de los egoísmos, exclamarán al escucharme:

"¿Qué os sucede? Semejantes crisis moralistas son ya rancias y pasadas de moda. Después de todo, esas mujeres son hermosas, son bonitas: usan de todos los medios posibles para hacer fortuna, que hoy en la vida es lo positivo, ya que nuestras organizaciones sociales les arrebatan otros más decorosos. Un caso particular de la lucha de los tiempos actuales: Mátame o te mato. ¡Qué cada cual aguce el ingenio! Anderson no fue más que un incauto culpable de una debilidad sensual, una demencia vergonzosa; quizá un pegajoso protector. Requiescat

Bien. Afirmaciones como estas no tienen valor racional más que por el uso de una inexacta expresión. Estas falsas denominaciones acusan un estado de hechizo parecido al de Anderson.

-''Esas mujeres son bellas" -dicen esos hombres. No, señores. La belleza es del feudo del arte y del alma. Aquellas mujeres galantes de nuestro tiempo dotadas de una verdadera belleza no han producido tales resultados en hombres como el que ponemos por ejemplo. Nunca se toman tan penoso trabajo. Son menos peligrosas porque su mentira es parcial. La mayoría es capaz de sensaciones elevadas y de sacrificios, inclusive, aquellas que lleguen a envilecer y llevar a un doloroso desenlace a un hombre como Anderson, no pueden ser bellas.

Si se encuentran algunas que lo parezcan, yo afirmo que sus rostros o sus cuerpos deben esconder alguna línea o rasgo infame, abyecto, que traiciona lo demás Y denuncia al verdadero ser; la vida y los excesos aumentan esas deformidades y, dado el género de pasión que encienden esos pérfidos seres, es de suponer que la generatriz de ella no ha sido su belleza ilusoria, sino sus rasgos odiosos, que son los que hacen tolerable la exigua belleza que descomponen. Los extraños pueden desear a esas mujeres por tan menguada hermosura. Su amante nunca.

"Esas mujeres son bonitas"-sentencian esos frívolos.

Concediendo un amplío y concreto sentido al muy relativo significado de la calificación, he de objetar que no se sabe gracias a qué son bonitas.

Lo lindo de sus personas adopta una calidad artificial, a veces en sumo grado. La vista lo encubre, pero es así.

Nuestros filósofos dicen: -"¡Qué importa! ¿El conjunto es por eso menos agradable? ¿Significan ellas algo más que unos deliciosos y pasa jeras momentos?... Si su sabor personal, sazonado con los ingredientes y los añadidos, no nos repugna, cómo preparan el manjar sabroso debe tenernos sin cuidado. "

Tiene más importancia, empero, que lo que tales amadores ligeros suponen. Si miramos los ojos de esas dudosas adolescentes, distinguiremos en ellos el fulgor de los de un gato obsceno, y tal descubrimiento desmentirá la fingida juventud y su encanto.

Si se nos puede perdonar el sacrilegio, y ponemos a su lado una de esas muchachitas cuyas mejillas toman el color de las rosas matinales a la primera palabra de amor, encontraremos que es muy poco halagüeño el vocablo "bonito" cuando tiene por objeto calificar el huero conjunto de polvos, pinturas, dientes postizos, tintes, añadidos y trenzas de cabello negro o rubio, y una sonrisa falsa, una mirada falaz y un amor vacío.

Es impropio anticipar que esas mujeres son guapas o feas, jóvenes o viejas, rubias o morenas, gruesas o delgadas, pues aun suponiendo que sea posible llegar a determinarlo, antes de que se presente una nueva modificación corpórea, el secreto de su maléfico hechizo no reside en una característica puramente plástica.

La acción fatal y morbosa que las estriges femeninas ejercen sobre sus víctimas está en razón directa de la cantidad de artificio, tanto moral como físico con el cual realzan las exiguas seducciones naturales que poseen.

Sean bonitas, sean feas, el amante que ha de sucumbir, siempre se apasiona por ellas, pero nunca por causa de las posibilidades personales. Este era el punto

que me interesaba esclarecer.

Creo que estoy reputado por tener una frondosa inventiva, pero nunca mi imaginación agravada por mi encono llegó a toparse con más amplia y satisfactoria confirmación que en el caso de miss Evelyn Habal, y de ello tendréis pronto un testimonio.

Antes de pasar a la demostración, establezcamos un paralelismo.

Todos los seres tienen sus correspondientesen un reino inferior de la Naturaleza. Esta correspondencia es la figura de su realidad, la luz de los ojos metafísicos. Para establecerla, para comprobarla, basta considerar resultados análogos de sus respectivas influencias. El parangón en el mundo vegetalde esas tétricas Circes es el árbol Upa del cual son, alegóricamente, millares de mortíferas hojas.

Ese árbol aparece dorado por el sol. Como sabéis, la sombra que proyecta adormece y embriaga con alucinaciones febriles que acarrean la muerte con la prolongación del influjo.

No olvidemos que la belleza del árbol es lo que se ha presentado y sobrepuesto

Si le quitáis al manzanillo sus millones de orugas pestíferas y rutilantes no quedará más que un árbol muerto, sin esplendor, con unas flores de color rosa sucio. Su letal influencia desaparece cuando se le trasplanta fuera del terreno propicio a su acción, y acaba por secarse, olvidado y humilde.

Las orugas le son necesarias. Se las apropia. Hay una mutua atracción entre la oruga innumerable y él, pues la acción funesta que han de realizar conjuntamente les llamay les acopla en una sintética unidad. es el manzanillo. Muchos amores se parecen a su sombra.

Quitándoles las orugas de sus atractivos, tan deletéreos como artificiales, las mujeres cuya sombra .es mortal quedan anuladas y secas  como el Upa fatídico

Reemplazad el sol por la 1magmación de sus contempladores y la ilusión aparecerá cada vez más acariciadora. Observad fríamente los efectos de esa ilusión y ésta se disipará para dar lugar a un deseo invencible que no sabrá dominar ninguna excitación.

Miss Evelyn Habal era para mí el sujeto de una experiencia... curiosa. Quise dar con ella no para comprobar mi teoría (que es eternamente incontrovertible)  sino porque sospechaba verla confirmada en muy bellas y completas condiciones

¿Cómo podría ser esa miss Evelyn Habal? Seguí sus huellas.

Aquella deliciosa mujer estaba en Filadelfia. La ruina y la muerte de Anderson la habían puesto muy en boga. Marché allí y trabé conocimiento con ella en pocas horas. Estaba muy enferma, minada por una dolencia, física, claro es. No sobrevivió mucho a su querido Eduardo. La muerte nos la arrebató hace años.

Sin embargo, antes de su fallecimiento, tuve ocasión de comprobar mis presentimientos y mis teorías. Poco importa que ya no viva: yo haré que vuelva.

La incitante bailarina va a bailar al son de sus castañuelas.

Al decir esto, Edison se levantó y tiro de un cordoncito que pendía junto a una colgadura.

DANZA MACABRA

Es un oficio duro el ser mujer bonita.

BAUDELAIRE

Una larga tira de tela engomada, en que muchos pedacitos de cristal coloreado estaban embutidos o incrustados, quedó tensa entre dos ejes de acero ante la lámpara astral. Arrastrada por un aparato de relojería, se puso en movimiento rápido ante la lente de un reflector poderoso. En el lienzo blanco del bastidor de ébano adornado de la rosa de oro, apareció la figura de una linda mujer rubia.

Aquella engañadora visión, que parecía carne transparente, bailaba una danza popular mejicana, vestida con un traje de lentejuelas. Los movimientos se desenvolvían con ese desvanecido de la vida misma, gracias a los adelantos de la fotografía sucesiva, que en una cinta recoge diez minutos de ademanes y gestos y los refleja con un fuerte lampascopio.

Edison tocó el marco de ébano. Saltó una chispa en la rosa de oro.

Entonces se oyó una voz bronca y estúpida, hueca y empalagosa: la danzarina acompañaba el fandango con un alza o un olé. La pandereta zumbaba al golpe del codo y las castañuelas cantaban alegremente.

Todo se reprodujo: el movimiento labial, el de las caderas, el guiño de los ojos y la intención de la sonrisa. Lord Ewald contemplaba la visión con una sorpresa muda.

-¿Verdad que es una criatura arrebatadora? -preguntó Edison---. No es inconcebible que Anderson se enamorara de ella. ¡Mirad qué cuerpo! ¡Los bellos y rojizos cabellos como el oro quemado! . . . ¡Considerad su palidez, sus ojos rasgados, sus uñas como pétalos de rosa en las que parece haber llorado la aurora; sus venas que se acentúan en el baile; el esplendor de sus brazos y de su cuello; sus perlinos dientes; su boca encendida; sus cejas doradas, su talle pleno, sus esculturales piernas, sus pies combados! ¡Qué hermosa es la Naturaleza! ¡Es un bocado de rey!

El electrólogo parecía sumido en un éxtasis amoroso.

-Eso es, zaherid a la vida -respondió lord Ewald-. Esta mujer baila bastante mejor que canta, pero tiene tantos atractivos que, si para el corazón de vuestro amigo era bastante el placer sensual, no me extraña que le haya parecido muy amable.

Edison lanzó una exclamación extraña. Después se dirigió a la colgadura y quitó la banda de los vidrios polícromos. La imagen viviente desapareció. Otra tira heliocrómica empezó a pasar vertiginosamente ante la lámpara. El reflector envió a la pantalla a la figura de un ser exangüe, remotamente femenino, de miembros desmirriados, mejillas flacas, boca desdentada y casi sin labios, con el cráneo pelón, los ojos ribeteados y toda su persona arrugada y maltrecha.

La misma voz vinosa cantaba una obscena tonadilla como la imagen anterior, al son del pandero y las castañuelas.

-¿Y ahora...? -dijo Edison sonriente.

-¿Quién es esa bruja? ---preguntó lord Ewald.

-Es la misma: es decir, es la verdadera.La que estaba debajo de la apariencia de la otra. Veo que no os habéis enterado todavía de los sorprendentes adelantos del arte del afeite en los actuales tiempos.

Después, el ingeniero añadió con entusiasmos:

-jEcce puella! He aquí a la radiante Evelyn Habal libertada, desprovista de todos sus alicientes. ¡Es para morir de deseos! jPovera innamorata! ¡Delicioso sueño! ¿Cuántas pasiones podrás inspirar? ¿N o es inimitablemente hermosa la Naturaleza? ¿Podremos rivalizar con ella? No es de esperar y, vencido, bajó la cabeza...

Merced a la persistencia de una sugestión fija he obtenido esta serie de imágenes. Si Anderson 1la hubiera visto así la primera vez, ¿hubiera abandonado por ella su hogar, su mujer y sus hijos? El afeite es aquí todo. Las mujeres tienen dedos de hada. Cuando la primera impresión es favorable, la ilusión se hace muy tenaz y se nutre con los más odiosos defectos aferrándose a la fealdadpor muy repulsiva que sea.

Es muy fácil, para una mujer experta y hábil, aderezar para sí un atavío sugestivo que provoque la codicia de los más obcecados. Todo se torna una cuestión de vocabulario; la delgadez viene a ser donaire, la fealdad simpatía, el desaseo despreocupación, etcétera. Y de matiz en matiz se llega, a veces, donde llego el amante de esta mujer: a una muerte maldita. Leed los periódicos, que cotidianamente lo comprueban Y me concederéis que, en vez de exagerar las cifras, me quedo corto.

  • Certificáis que estas dos visiones reproducen a la misma mujer? -murmuró lord Ewald.

Ante aquella pregunta, Edison miró a su interlocutor con una expresión de grave melancolía. Al fin contestó:

  • Tenéis el ideal muy arraigado al corazón. Tendré que convenceros con una prueba más palpable. Mirad por lo que, en realidad, ese pobre Eduardo Anderson se quitó la dignidad, la salud, la fortuna y la vida.

De la pared sacó un cajón en ella empotrado.

  • He aquí los despojos de la fascinadora, el arsenal de la Armida. Miss Hadaly, ¿tenéis la amabilidad de alumbrarnos?

El androide se levantó. Tomó una antorcha perfumada, la encendió en el cáliz de una flor y tomándole la mano a lord Ewald le condujo al lado de Edison, que insistió:

  • Si habéis encontrado naturaleslos encantos del primer aspecto de miss Evelyn Habal, creo que vais a rectificar, pues como persona defectuosa es el troquel, la efigie-modelo, el prototipo del cual las demás mujer.es ejemplares de su calaña son la moneda circulante. Mirad.

Hadaly levantó la antorcha por encima de su cabeza, alumbrando el cajón, como una estatua junto a un sepulcro.

EXHUMACION

Lugete, o Veneres, Cupidinisque 1

CATULO

Aquí tenéis -decía Edison con voz gangosa de tasador- el cinturón de Venus, la banda de las Gracias, las flechas de Cupido.

¡Primero, mirad la ardiente cabellera de Herodias, el fluido metal estelar, los reflejos de sol en el follaje de otoño, el prestigio de la sombra bermeja sobre el musgo, la remembranza de la rubia Eva, la abuela joven, eternamente espléndida! ¡Sacudamos sus luces! ¡Oh, alegría! ¡Oh, embriaguez!

En efecto, al decir estas palabras sacudía un manojo de trenzas postizas y desteñidas que ostentaban hebras argenteas, crepés violáceos, todo un arco-iris de cabellos atacados por la acción de los ácidos.

  • ¡Aquí están la tez de azucena, las rosas del pudor virginal, la seducción de los inquietos labios, húmedos e inflamados de amor!

Y empezó a alinear, en el borde circular del muro, unos tarros viejos y destapados, llenos de pinturas de teatro, de cosméticos de todas clases, de ordinarios coloretes, de cajas de lunares postizos.

  • ¡Aquí residía la serenidad soberana y magnífica de los ojos, el arco de las cejas, la sombra y los lirios de la pasión y de los insomnios extenuantes, las venas de las sienes, los pétalos de las ventanas de la nariz que respiran ansiosamente presintiendo al amante!

Y enseñaba las horquillas ennegrecidas con humo, lápices negros y azules, barras de carmín, esfuminos y cajas de khol de Esmirna.

  • ¡Estos son los dientes luminosos, infantiles y frescos! ¡Oh, el primer beso en plena sonrisa descubridora de tan ricas perlas!

Mostró una dentadura postiza como las que hay en las vitrinas de los odontólogos.

  • ¡Este es el lustre, la tersura, el nácar del cuello, lo juvenil de las espaldas y de los tremantes brazos, el alabastro de la garganta ondulante!

Entre sus manos fue tomando, uno a uno, todos los instrumentos necesarios para la operación del esmalte.

  • ¡Estos son los senos retozones de la Nereida de las olas matinales! ¡Salve, curva divina entrevista en el cortejo de la Anadiómena, entre el sol y la espuma!

Y agitaba unos trozos de algodón fuliginoso que olían fétidamente.

  • ¡Estas son las caderas de la faunesa, de la bacante ebria, de la mujer moderna, más perfecta que las estatuas de Atenas!
  •  

Y empuñó "las formas" postizas hechas de alambres, de ballenas retorcidas, de aceros ortopédicos, los viejos corsés complicados que parecían, con sus lazos y sus broches, unas rotas mandolinas de cuerdas flotantes y ridículas.

  • ¡He aquí las piernas torneadas, deliciosamente enloquecedoras, de la bailarina!
  • Mirad la claridad adamantina de las uñas de los pies y de las manos! ¡Es el mismo Oriente de donde siempre nos vino esa luz!

Y enseñó una caja de roseina o de nakarat con unos cepillos usados.

  • ¡Aquí está el garbo del andar, el arco del empeine del pie esbelto que nunca acompaña a la ralea servil e interesada !

Al decir esto golpeó uno contra otro dos altísimos tacones, las suelas engañadoras y los pedazos de corcho que imitan el puente del pie.

  • ¡Contemplad al inspirador de los encantos y de las expresiones irresistibles del rostro, donde se tanteaban las sonrisas ingenuas, picarescas, cariñosas o tristes!

Y sacó un espejo de bolsillo donde estudiaba la artista los efectos de su fisonomía.

  • ¡Este es el sano perfume de la juventud y de la vida, el aroma personal de esta flor animada!

Junto a los ungüentos y los lápices puso unos frascos de fuertes esencias que la perfumería elabora para combatir los hedores naturales.

  • Hay también otra clase de frascos; su olor, su característica yodurada, sus raspadas etiquetas, nos hacen suponer los ramos de No me olvides que pudo ofrecer a sus predilectos.

Mirad estos objetos y otros ingredientes cuyos nombres y usos callaremos por respeto a nuestra querida Hadaly. Ellos demuestran que aquella criatura conocía el secreto de despertar los más inocentes deseos.

Y, para terminar, aquí tenéis algunos papeles de herboristería, simientes y sustancias de virtudes especiales muy conocidas; su presencia atestigua que miss Evelyn Habal, en su modestia, no se juzgaba digna de las alegrías familiares.

Cuando terminó su nomenclatura, el ingeniero amontonó en el cajón cuanto había exhumado; después, como quien cierra un nicho, volvió a meter aquel en la muralla.

-¿Quedáis plenamente informado? -concluyó el inventor--. No creo, o mejor dicho, me resisto a creer que, entre las más blanqueadas y embadurnadas de nuestras bellezas galantes, exista una tan recomendable como miss Evelyn; pero atestiguo y juro que todas hoy o mañana son y serán de la misma catadura.

Después fue a lavarse las manos.

Lord Ewald, callaba, profundamente sorprendido, descorazonado y meditabundo.

Se quedó mirando a Hadaly, que apagaba su antorcha silenciosamente en la tierra de una maceta de naranjo artificial.

Edison volvió hacia él y le espetó:

  • Comprendo que un ser se arrodille ante una sepultura, pero ante este cajón y estos manes... ¿No es cierto que es muy difícil? Y, sin embargo, ¿no están ahí sus verdaderos restos?

Extrajo la tira de los círculos fotográficos. La visión desapareció. Cesó el canto. La oración fúnebre había terminado.

  • ¡Qué lejos estamos de Dafne y Cloe –exclamó ¿Valía esto la pena de avillanarse, de despojar a su familia, de olvidar la infinita esperanza y caer en un vil suicidio?

Todo por el contenido de este cajón

¡Oh, las gentes positivas! ¡Qué peligrosas son cuando empiezan a cabalgar en las nubes! Y lo peor de todo es que entre la cifra media anual de cincuenta y dos a cincuenta y tres mil casos semejantes a este -cifra ascendente en América y Europa-, la mayoría de las víctimas de las irresistibles fealdades son personas dotadas del más sólido sentido común, Y que siempre desdeñaron las divagaciones de los poetas y los ilusos.

HONNI SOIT QUI MAL Y PENSE!

Y cuando se aborrezcan los sexos enojados por un odio invencible morirán separados.


ALFREDO DE VIGNY. LOS DESTINOS

Cuando hube reunido todas las pruebas de que mi amigo no había estrechado entre sus brazos más que una tétrica apariencia y que detrás de tanto arreo no había más que un ser híbrido, tan falso en su realidad como en su amor, algo que era lo artificial ilusoriamente vivo, he llegado a la conclusión siguiente. Puesto que, tanto en Europa como en América, cada año, hay millares de hombres sensatos que abandonan a sus admirables mujeres para dejarse asesinar por lo absurdo en casos parecidos a este.

Lord Ewald le atajó:

  • Perdonad. Vuestro amigo ha dado con la excepción más increíble; su triste amor no tiene excusa más que como origen de una evidente demencia digna de una medicación adecuada. Otras fatales mujeres poseen un encanto tan real que, querer deducir de esa aventura una ley general, me parece un proyecto muy paradójico.
  • He empezado por hacer esa salvedad –respondió Edison-. A pesar de todo, usted ha sido engañado por el superficial y primer aspecto de Evelyn Habal. No nos detengamos más en el laboratorio de los afeites de nuestras elegantes (admitamos el proverbio que las califica de impenetrable santuario para el esposo o el amigo), pero insistamos en que la fealdad moral de las productoras de desastres no compensa lo que físicamente puede ser menos repulsivo. Desprovistas de ese natural apego que tienen los mismos animales, y careciendo de otro empeño que el de destruir y arrasar, no se hacen acreedoras a más favorable opinión que la que yo tengo acerca de la enfermedad que inoculan, Y que algunos han dado en llamar amor. Parte del mal ~reviene de que se emplee este vocablo, por una pulcritud mal entendida, en vez de usar la palabra verdadera. En su consecuencia he llegado a pensar esto:

Si la asimilación o amalgama de lo artificial con el ser humano puede producir tales catástrofes, y puesto que tales hembras, física y moralmente, tienen mucho de androides, fantasma por fantasma, quimera por quimera, ¿por qué no se aceptaría la mujer artificial? Puesto que en esa clase de pasiones es imposible salir de la ilusión estrictamente personal. y que todas deben algo al artificio, y que siempre éste sustituye al peculiar y simple aliciente, resolvamos la cuestión. Como hay mujeres que desean manchar de carmín nuestros labios al besarnos, y las que creen en la pena que nos puede ocasionar un toque más o menos de albayalde, intentemos cambiar de falacia, pues será para ellas y para nosotros mucho más cómodo. Si la creación de un ser electro-humano, capaz de producir una saludable reacción en el alma de un mortal, puede ser contenida en una fórmula, ensayemos obtener de la ciencia una ecuación del amor que evite los maleficios palmariamente inevitablesy prohíba se ponga añadidos a la especie humana. Será una manera de aislar el fuego.

Cuando encuentre esa fórmula y la divulgue, salvaré en pocos años muchos millares de existencias.

Entonces nadie podrá objetarme insinuaciones inconvenientes, puesto que lo peculiar del androide es anular en pocas horas todos los deseos bajos  y degradantes que un corazón apasionado puede encerrar en su entraña, por medio de la saturación solemne que produzca su trato

He emprendido mi tarea. He luchado con el problema, discutiendo cada pensamiento. A la postre, con la ayuda de una videnteque llamaremos Sowana, de quien os hablaré en breve, he descubierto la fórmula soñada y he podido sacar a Hadaly del seno de las tinieblas.

MARAVILLA

La filosofía racional et!alúa las posibilidades y exclama; -No se puede descomponer la luz. La filosofía experimental escucha y calla durante siglos: después exclama mostrando el prisma: -La luz se descompone.

DIDEROT

Desde aquí mora en estas incógnitas cuevas, he estado esperando un hombre que fuera en su intelecto lo bastante solvente y en su dolor viniese suficientemente acongojado para afrontar la primera tentativa. A usted debo la obra realizada, puesto que habéis llegado el primero, y no por poseer a la más hermosa de las mujeres estáis menos acometido de una apremiante y desesperada obsesión de la muerte.

Así como terminara su fantástico relato, el electricista se volvió hacia lord Ewald y mostrándole el androide silencioso, cuyas manos cruzadas sobre el velo parecían querer ocultar más aún el invisible rostro, le dijo:

  • ¿Queréis conocer cómo puede verificarse el fenómeno de esa visión futura? ¿Resistirá vuestra ilusión voluntaria mi explicación?
  • Sí -respondió lord Ewald después de un silencio. Y mirando a Hadaly añadió:
  • ¡Parece que sufre!.
  • No, respondió Edison: es que ha tomado la actitud del niño que va a nacer: se tapa la frente ante la vida.

Hubo otro silencio. Después, el inventor ordenó:

  • Venid, Hadaly.

Obediente a aquellas palabras, el androide se dirigió a la mesa de pórfido, velada y tenebrosa.

El joven miraba a Edison, que escogía sus escalpelos de cristal en el estuche reluciente.

Cuando se acercó al borde de la mesa, Hadaly, volviéndose hacia el lord, le dijo donosamente con las manos cruzadas en la nuca:

  • Pido toda vuestra indulgencia para mi humilde irrealidad. Antes de despreciar el ensueño, rememorad aquella compañera humana que os forzó a recurrir a un fantasma para rescatar el amor perdido para siempre

Al decir esto, un relámpago surcó la armadura animada de Hadaly. Edison lo recogió con un hilo tirante entre dos tenazas de vidrio y lo hizo desaparecer.

Se creyera que habían quitado el alma a aquella forma humana.

La mesa hizo báscula y giró hasta una posición vertical. El androide se apoyó en ella. Su cabeza descansaba sobre el cojín.

El electrólogo, agachándose, le aprisionó los Ries con dos abrazaderas de acero que tenía la mesa. Volvió esta a su posición horizontal con el androide tendido como una muerta en la piedra de un anfiteatro.

  • ¿No os recuerda el cuadro de Andrés Vesale? Aunque solos, vamos a ejecutar ahora su idea –dijo Edison tocando una de las sortijas de Hadaly.

La armadura femenina se abrió lentamente.

Lord Ewald palideció y empezó a temblar. Hasta entonces, a pesar suyo, la duda le había atormentado.

A pesar de las solemnes palabras de su interlocutor, no había podido admitir que aquel ser, que en tal alto grado le daba la ilusión de una viviente metida en una armadura, fuera un ser ficticio, hijo de la ciencia, de la paciencia y del genio.

Se encontraba ante una maravilla cuyas evidentes posibilidades, traspasando lo imaginable, deslumbrándole la inteligencia, le atestiguaban a cuánto puede llegar la osadía de volición.

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